La cruzada de los niños

Bertold Brech escribió:

 

En el año treinta y nueve hubo en Polonia

una batalla sangrienta

que a escombros redujo

ciudades y aldeas.

La mujer allí perdió al marido.

La hermana perdió al hermano.

Y el hijo, entre cenizas,

a sus padres buscó en vano.

No llegaba de Polonia

una noticia, una carta,

mas por el Este corría

una historia muy extraña.

Alguien refirió la historia

en una ciudad nevada,

de unos niños que emprendieron

en Polonia una cruzada.

Muertos de hambre, en tropeles,

por los caminos avanzaban,

y se les unían otros niños

en las aldeas que atravesaban.

De batallas y amargas pesadillas

huir intentaban

para llegar a algún país donde

la paz reinara.

Marchaba entre ellos un pequeño líder,

que fue quien los organizó

y hacia dónde llevarlos era ahora

su gran preocupación.

Una niña de once cuidaba

de un chiquitín que apenas sabía andar.

Tenía todo lo que hace a una madre,

pero no un país en paz.

Un pequeño judío iba en el grupo

con su cuellito de terciopelo.

Toda su vida había comido pan blanco,

ahora a nada ponía peros.

También se les unieron dos hermanos,

uno y otro grandes estrategas.

Tomaron un buen día una cabaña

y dentro sólo encontraron goteras.

Iba además un niño triste y flaco

que parecía quedarse siempre aparte.

Una espantosa tara había heredado:

el proceder de una embajada nazi.

Y un músico iba también, que en una tienda

destruida encontró un día un tambor.

Tocarlo los hubiera delatado,

y así sus ganas aguantó.

Hasta un perro con ellos viajaba:

en un principio destinado a carne,

una boca más era ahora.

Nadie tuvo corazón para matarle.

También un maestrito había,

que no dejaba de gritar

al pupilo, que sobre un viejo tanque

escribía de «paz» la «p» y la «a».

Un buen día hubo incluso un concierto

junto a un torrente invernal.

El niño músico tocó su instrumento,

mas el estruendo no les dejó escuchar.

No podía faltar tampoco un romance:

la muchacha, doce; quince, el rapazuelo.

Buscaban las granjas donde no quedó nadie,

y allí la doncella le atusaba el pelo.

Mas aquel amor no podía durar

con la nieve y el cierzo.

¿Cómo dos arbolillos iban a soportar

todo el peso del invierno?

También estalló un día una guerra

cuando con otro grupo se toparon.

Mas viendo cuán absurdo todo era,

muy pronto la acabaron.

Aún duraba, sin embargo, la batalla

en torno a una vieja garita

cuando uno de los dos bandos

se quedó sin comida.

Al enterarse el enemigo,

envió un saco de patatas,

pues nadie puede luchar

si no ha manducado nada.

También hubo un juicio un día

a la luz de dos candelas,

y fue condenado el juez

tras penosa audiencia.

Y hubo un entierro: el del niño

con el cuellito de terciopelo.

Dos alemanes y dos polacos

llevaron a hombros su cuerpo.

Protestantes, católicos y hasta el niño nazi

dijeron su adiós al judío.

Y al final habló un niño socialista

del futuro de los vivos.

Había, pues, mucha fe y esperanza,

pero faltaban la carne y el pan.

Nadie se queje si le robaron,

pues que no los quiso cobijar.

Y nadie acuse al pobre que a su mesa

no los hizo sentar.

Cincuenta bocas necesitan trigo,

no caridad.

Ahora los niños marchaban

siempre hacia el Sur.

El Sur, de donde al mediodía

viene toda la luz.

A un soldado herido un día hallaron

en un pinar,

y seis días le cuidaron

por si los podía orientar.

—¡A Bilgoray! —decía el soldado,

pero la fiebre

se lo llevó al día siguiente.

Allí mismo le enterraron.

Había postes de señales

que no dejaba leer

la nieve, ¿y quién se fiaba?

Si estaban puestos al revés.

Y no era aquello una broma,

sino un truco militar.

Mas ellos Bilgoray buscaban

y no se cansaban de buscar.

En torno al jefe todos se agrupaban,

pues aún creían en él.

Y éste el horizonte blanco señalaba:

—Por allí debe ser.

Un fuego vieron una noche,

pero no se acercaron.

Otra vez vieron cruzar tres tanques

llenos de soldados.

Divisaron otro día una ciudad.

Tampoco entraron,

dieron un rodeo y por la noche

continuaron.

En el sureste de lo que fue Polonia

bajo fuerte ventisca

alguien vio pasar a los cincuenta.

Era la última vez que los veían.

Cuando cierro los ojos

veo que caminan

de un pueblo destruido

a una aldea en ruinas.

Allá en lo alto, entre las nubes, veo

siempre nuevas caravanas

que sin patria ni rumbo

por la nieve avanzan.

Buscan anhelantes una tierra de paz

sin truenos ni incendios,

no como la que dejaron atrás,

y el cortejo es ya inmenso.

Cuando llega el crepúsculo,

no parecen los mismos.

Veo rostros españoles,

franceses y amarillos.

Aquel enero, en Polonia,

un perro flaco encontraron

que llevaba un cartel

de cartón al cuello atado.

«Socorro —decía el cartel—,

nos hemos extraviado.

Somos cincuenta. Este perro

os traerá hasta nuestro lado».

«No lo matéis. Sólo él

sabe dónde estamos.

Si lo hacéis, nuestra esperanza

morirá con él.»

Era de un niño la letra,

y eran campesinos quienes la leyeron.

Ha pasado año y medio desde que

fue hallado muerto de hambre el perro.