La Trailla

 

 

Cuando me devolvió el cambio, observé que tenía los nudillos arrugados. No me había percatado antes, pero ahora resté atención y comprobé que las manos también estaban ajadas. A pesar del revoque de fachada matinal que le debía obligar a levantarse antes de amanecer, de algún que otro arreglo estético y de la actitud pretenciosa, su cuerpo denotaba ya la decadencia y los años que ella intentaba ocultar con pasión.

Salí de la carnicería, sabiendo que en cuanto crucé la puerta sería el objeto inmediato de todas las conversaciones. No me importó, hace ya meses que sé que soy el centro de la pública curiosidad, el desdén, la irrisión y el desprecio de todos mis convecinos.

Todo comenzó cuando Elisa ─mi esposa─ se empeñó en contratar a una persona para la casa. Una especie de chófer, jardinero, guarda, ayudante para todo, en una palabra, y consiguió convencerme. En cuanto contrató a Jonás, personaje que apareció de forma inopinada por el pueblo, comprendí de inmediato que no había nada casual en su elección. Ellos se conocían previamente y todo había sido un montaje preparado para poder estar juntos.

No me había hecho nunca demasiadas ilusiones sobre el cariño que Elisa podía tenerme, pero no esperaba que a tan pocos meses de matrimonio mostrase tanta desenvoltura.

Tan natural como la calvicie, el pueblo se percató de inmediato de la operación y comenzaron los chismorreos, miradas de soslayo, ironías soltadas sin intención, en fin, todo lo que se podía esperar de una situación así.

Pero pronto comprendí que no solo yo advertí el cambio de actitud popular, sino que la pareja se dio por aludida y empezaron a tener miedo. Lo único que les podía preocupar era la cómoda situación en la que se encontraban. Elisa sabía perfectamente que en caso de un escándalo se vería en una delicada situación financiera, en la ruina absoluta y él no parecía el tipo de individuo capaz de conducir una situación así.

Por eso prepararon la fuga. Entre las joyas que yo le había regalado, previamente vendidas, una suculenta cantidad de dinero sacado también con antelación de la cuenta común ─antes de que pudiese bloquearla─ el terrenillo en la playa que estaba a su nombre y que pulió con sigilo y alguna que otra bagatela más, reunió una cantidad apreciable para iniciarse lejos de mi presencia.

Desde luego, cuando volví de un viaje rápido a la ciudad por un asunto comercial, lo que más me alteró fue el encontrar el cadáver de Pepemari, mi perro alano, con la cabeza hundida por un golpe sádico y criminal. Los vecinos comentaron que quizá el perro cariñoso hizo algún ruido y la pareja, temerosa de llamar la atención lo despachó de un golpe. No se sabrá, por lo menos, eso espero.

No puse ninguna denuncia, ¿para qué? Mis vecinos lo comprendieron y durante unos días fui el centro de atenciones y conmiseración de todos. Cavé una tumba profunda en el jardín y deposité en ella el cadáver de mi fiel amigo. Sobre ella planté abundantes flores que hoy lucen esplendorosas. El parterre del perro lo llaman mis vecinos.

Las plantas, alimentadas de los nutrientes del cuerpo de Pepemari, y si han acabado con él, con el de Jonás que se encuentra debajo ─razón por la que tuve que matar a mi amigo, excusa para cavar una tumba para mi enemigo─ crecen feraces.

Bajo el sótano, en el lugar donde una vez estuvo la bodega, atada con la trailla del alano, está ella. Ya no habla, casi ha perdido su condición humana. Sólo espera la bazofia que de vez en cuando le bajo para comer, y confía que no me olvide de hacerlo.