El Ascensor

 

 

Los primeros días no ocurrió nada extraordinario. O por lo menos él no lo advirtió. Claro que la novedad, el estrés que lleva consigo todo cambio y la admirativa variación quizá lo distrajeron impidiéndole percatarse del entorno real.

Ya transcurría la segunda semana después de la mudanza. El piso estaba casi ordenado, los armarios llenos, las cajas vaciadas habían viajado una tras otra al contenedor correspondiente, se empezaba a atisbar la rutina, lejos a la sorpresa y descubrimiento de las peculiaridades de la nueva vivienda.

Desde la terraza se distinguía El Parque, ese era su nombre, nunca un munícipe emprendedor le había dado otro y ahora ya en su segunda o tercera edad, nadie se percataba de la omisión del bautizo. El verdor estimulaba y una brisa acariciadora entraba por la puerta entreabierta agitando suavemente las cortinas. Se podía apreciar el aroma a resina que ofrecían los pinos, si es que eran pinos los árboles que crecían allí.

Apagando la curiosidad de compañeros y conocidos, afirmaba la bondad de su nuevo domicilio, destacando las evidentes ventajas que tenía con respecto al anterior. Una noche, solo en casa, recapituló los comentarios y se dio cuenta de la verosimilitud de lo que venía afirmando. Estaba satisfecho.

Fue a la noche siguiente, al regresar y mientras subía en el ascensor, cuando notó una desazón que no supo a qué atribuir. Una sensación inconcreta, inaprensible, suave y tenue como el susurro del viento, pero que se adentró en él y quedó como una mancha inapreciable que fue olvidada al entrar en la vivienda.

La recordó a la mañana, mientras el ascensor bajaba. Se volvió a repetir, con un efecto más acentuado. Ahora si que dedicó un poco de atención a ello, pero la premura de llegar al trabajo le absorbió lo suficiente como para olvidarlo de inmediato.

Su trabajo no era precisamente apasionante. La burocracia nunca lo era, y menos aún el comprobar ristras y ristras de facturas cotejándolas con los albaranes previos. La mente se obnubila, se pierde la noción de lo que se está realizando y es el momento en que se cometen esos errores imprevistos que generan la llamada de atención e incluso la gran bronca en algunos casos extremos. Por eso el fin de la jornada le suponía una liberación aunque tardaba un largo período en recobrarse de la aciaga labor. Hasta que no se tomaba una caña tranquilizadora se mostraba irritable e incluso agresivo. Después ya empezaba a encontrar motivos para subsistir sin rezongar.

Esa noche se entretenía contemplando la ropa exhibida por las tiendas recordando alguna carencia que tenía que remediar. Ropa de invierno, seguro, pero no acababa de decidir exactamente que prendas serían más convenientes. Tendría que comprobar el estado en que el invierno anterior dejó su vestuario antes de decidir las compras.

Entró en el supermercado para comprar leche y algún yogur y se encaprichó de tarta de manzana y una botella de vino gaseado que tenía buena pinta.

Encontró en el vestíbulo a una vecina del tercero ─no sabía todavía como se llamaba─ agradable y amable. Se preocupó por su comodidad en la nueva vivienda de manera afectuosa. Sonrió mientras se despedía al llegar a su piso. Fue al cerrarse de nuevo la puerta del ascensor cuando la sonrisa se le quedó estática. Sintió casi físicamente el mal a su alrededor. Una malignidad opresora que se extendía por todo el habitáculo. Empezó a sudar nervioso, mientras la lividez se extendía por su rostro según le pareció al rememorarlo después. Sintió el deseo de acurrucarse en el suelo, en una esquina, esconder la cabeza entre las rodillas, desaparecer. Fueron escasos segundos pues llegó a su piso y al descorrerse la puerta toda sensación extraña desapareció tan de repente como había empezado.

Pero las piernas le temblaban, las llaves cayeron al suelo y le fue difícil abrir la puerta. Después agradeció que no hubiese ningún testigo pues seguramente hubiera identificado su impericia con un abuso alcohólico.

Ya tumbado sobre el sofá, respirando con ritmo para tranquilizarse, intentó encontrar una respuesta a lo que le ocurría. Era evidente, por lo menos eso le parecía a él, que el ascensor lo rechazaba. ¿Por qué el ascensor y no otro ser u cosa? No lo sabía, pero tenía el convencimiento que su enemigo era el ascensor. Le odiaba, no admitía su presencia en la casa.

Era un problema delicado. En principio, decidió no hablar de ello. ¿A quién y cómo? Una cosa así no se puede ir divulgando. Ahora bien, iniciaría unas pesquisas para intentar averiguar si algún otro vecino había sufrido también el acoso del aparato. Pero tendría que ser muy cuidadoso, no podía dejar entrever los designios que lo impulsaban. Decidido esto, emprendió la inútil tarea de comer algo que no le apetecía y que no podía tragar. Lástima de tarta de manzana.

Después de una noche navegante entre el insomnio y la pesadilla emprendió sobrecogido por la angustia las tareas del nuevo día. La luz que entraba por la ventana le infundió confianza y un desayuno talentoso preparado con esmero y culminado con la tarta de manzana que no comió en la cena le ayudaron a considerar lo ocurrido como una aventura superficial. Incluso le empezó a extrañar su actitud la pasada noche. Salió de la casa enérgico y confiado, pero se encontró de forma inconsciente bajando por las escaleras.

Durante la jornada decidió de forma tajante acabar con esa ridícula actitud impropia de un adulto formado. Pero según se acercaba la hora del regreso, la angustia aletargada aparecía y se extendía por su ánimo. El regreso a casa fue lento, cada vez más lento, interrumpido alguna parada en tiendas, escaparates, bares, hasta que comprendió o determinó que era infantil e inútil demorar de esa manera el enfrentamiento.

Al llegar a su domicilio, emprendió con paso firme el camino hacia el ascensor, para encontrarse desconcertado subiendo por la escalera. Se detuvo. Recapacitó e incluso pensó en bajar y emprender el ascenso en el maligno artefacto, pero eso le pareció también una actitud ridícula y la abandonó de inmediato. Siguió su fatigosos ascenso pedestre.

Pasados varios días, quizá la semana, la manía se había convertido en hábito. Hay que hacer ejercicio, se autojustificaba o comentaba con algún vecino que se extrañaba de su costumbre.

Durante una comida intentó un comentario sesgado con Adela, una compañera de oficina. Pronto se percató de lo difícil que era trasmitir la extraña sensación de una manera cuerda. Adela le miró no con asombro ni siquiera con la comprensiva delicadeza con que se contempla un orate, sino con algo parecido al asco. Y sólo había insinuado una desazón sin darle mayor importancia. Apartó el comentario con rapidez para poder olvidarlo igual de veloz. Aunque le pareció ─quizá solo fuese un recelo injustificado─ un cambio en la mirada de Adela. Fue la única vez que intentó algo parecido y comprendió que no debía intentarlo de nuevo.

No siempre las cosas son tan malas como parecen. Esta actitud de Adela le indicó que a pesar de sus virtudes que las tenía ─saltaban a la vista─ una aproximación no resultaba conveniente. Existía, era evidente, una incompatibilidad manifiesta de caracteres. Esta fue una de sus muchas relaciones apasionadas que sucumbieron antes de comenzar, apartado amoroso en el cual era especialista.

Seguía subiendo a pie, notaba con satisfacción que ya no jadeaba tanto al llegar a la quinta planta aunque si era autosincero, realizaba una breve paradita entre la tercera y cuarta planta. Se había convencido de que le guiaba la conservación física en ese deambular escalerir y no recordaba su enfrentamiento con el ascensor.

Fue en ese estado rebosante de satisfacción cuando resbaló por la escalera. Rotura de tobillo. Escayola por tiempo ilimitado. Muletas. Y ni pensar en andar escaleras arriba.

El día que llegó desde el hospital, no pensó en el ascensor, bastante tenía con intentar conservar el equilibrio sobre las muletas, lo que le parecía una hazaña digna de un coloso. Aparte de llegar acompañado, lo subieron prácticamente en volandas y en esos casos no se piensa demasiado. Luego fueron los vecinos que se aproximaron a ofrecerle su apoyo y fraternidad con lo que consiguió durante algunos días un servicio de recaderos gratuito. Pero se hizo evidente la necesidad de afrontar sus necesidades personalmente, no era un inválido, tenía muletas y ya se podía desplazar con suficiente destreza.

El primer día que bajó a la calle, bastante ocupación tuvo en no colocar el pico de la muleta en el hueco que dejaba el ascensor en la entrada para pensar en otra cosa. Más tarde, en el bar donde saboreaba la primera caña en dos semanas, recordó a su enemigo y se percató de la ausencia de las sensaciones que tanto le habían atormentado. Se felicitó por ello y concluyó, tras una profunda y metódica reflexión, el origen psicosomático de su tormento.

No tuvo que disminuir su alivio en los días sucesivos, al contrario, sus viajes en el ascensor que incrementó de forma innecesaria constituían una alegría para él. No lograba comprender en que recóndito rincón de su cerebro había creado la ilusión que le había atormentado tanto tiempo. Era feliz.

Era domingo. Decidió desayunar en casa, el sol calentaba la terraza y resultaría muy agradable hacerlo allí. Bajó a comprar unos churros. Un capricho no habitual, reminiscencia de la infancia seguramente. Volvió sobre sus muletas, ya avezado viajero sobre ellas, con el periódico en una mano y la tira de los churros en la otra. Una muestra más de su creciente dominio de la marcha inválida. En el portal se cruzó con su vecina del tercero ─ahora ya sabía que se llamaba Petra, Petri para los amigos─ que salía. El edificio estaba silenciosos. Sus vecinos parecían no ser madrugadores los festivos. Emprendió la subida en el ascensor sin reparos, olvidados ya los viejos temores y recelos.

Federico, el niño del cuarto izquierda fue quien avisó. ¡Mamá, mamá, hay unas muletas y unos churros tirados por el suelo en el ascensor!