Amor, amar

 

 

Giraba la vista y asentía interiormente con satisfacción y orgullo ante lo que contemplaba. No era desde luego un despacho lujoso. Un director de sucursal bancaria tiene sus limitaciones, pero no obstante él había conseguido darle ese matiz de grandeza y poderío que destacaban su importancia. La mesa funcional, impoluta ─cuan lejanos los días de las labradas maderas y amplios butacones de terciopelo─ todo colocado en su sitio milimétricamente. Las paredes de un ocre suave, con un vigoroso cuadro de un artista contemporáneo, del cual no sabía decir el nombre si no se acercaba y lo leía, que resaltaba con sus vibrantes colores. A un lado, la persiana, siempre cerrada, ocultándole de miradas incómodas y permitiendo la visión oculta de vigilancia hacia sus subalternos. La norma estaba clara, ellos no podían ver al jefe, pero siempre ignoraban si éste les estaba viendo a ellos. Sabía con certeza que sus empleados le odiaban. No tenía mayor importancia. No caía en el juego, no los odiaba. Simplemente, los despreciaba.

Había dado orden terminante de no ser molestado en la siguiente hora. Confiaba en su autoridad y si no era así, en el miedo que generaba, para poder estar tranquilo durante ese intervalo. Acercó el portátil y se preparó para regodearse con su correo personal.

Desde hacía meses mantenía una oculta relación cibernética que le proporcionaba solaz en su ratos libres, satisfacción y hasta un atisbo de felicidad. Ella era una mujer respetable, desde luego, la había conocido casualmente recorriendo los vericuetos de la red, y de inmediato habían congeniado. Culta, de edad apetecible, entre treinta y cinco y cuarenta, divorciada, sola, afectuosa, la interlocutora perfecta para encajar con lo que el consideraba su elevada sensibilidad. A lo largo de ese período, los mensajes, primero espaciados y luego casi diarios, habían evolucionado del desapego y desconfianza inicial a una camaradería que poco a poco se había transformado en una ardorosa pasión.

Sus mensajes eran directos, procaces, cercanos a la vulgaridad, pero físicos y febriles, hasta el punto que hubieran escandalizado y humedecido a una superiora clarisa.

Los de ella, con un lenguaje más sutil y tierno, pero igualmente sensuales o mejor, sexuales, hubieran sido firmados sin rebozo por cualquier regente de las carmelitas.

También intercambiaban opiniones generales, inquietudes, intereses comunes, aspectos de la vida cotidiana en la que coincidían en sus apreciaciones.

Abrió con una pequeña llave el cajón inferior de la derecha de su escritorio. Allí estaban en orden cronológico los libros que habían leído en común.: 'La lluvia evanescente' de Karol Woino, 'Amor en Madrás' de Inés Borjaí, y el último, el que todavía estaba leyendo y sobre el que versaría el comentario actual, 'Entre las sábanas de Santiago' de Josephine Racing. Los leían al unísono e intercambiaban sus detalladas opiniones sobre ellos, lo que le daba aspecto ─o por lo menos así opinaba él─ intelectual a sus relaciones.

Ahora estaba dilucidando un dilema. Un peliagudo dilema. Quería, anhelaba, pasar de esas relaciones epistolares y desde luego, platónicas, a relaciones personales, visuales, sensuales, en resumen, en conocerse cara a cara, y por qué no, en acostarse juntos.

Se quedó pensativo, frente al pequeño ordenador, intentando encontrar la frase exacta con la que expresar con delicadeza, esa propuesta.



Fuera, la rutina diaria del banco se desarrollaba con la tradicional efectividad. En su mesa, Martines, el delegado de inversiones, atendía a una austera anciana que solo sabía que deseaba acrecentar su ya respetable fortuna. Martines, intentaba convencerla de la excelencia de una inversión. Inadvertidamente, al buscar unos folletos, abrió el cajón equivocado, que cerró con presteza. En él, colocados cuidadosamente y en ese orden, estaban 'La lluvia evanescente', 'Amor en Madrás' y 'Entre las sábanas de Santiago'.



04/12/10 10:21:53