A menudo me siento a descansar bajo esta higuera. Como está un poco elevada, sobre un desnivel, se puede ver mucho más lejos que desde abajo. Todo lo que alcanzo a ver me pertenece. Mis tierras se extienden en las cuatro direcciones y se pierde su vista por el horizonte. A mi izquierda se distinguen numerosos los rebaños de cabras y los hombres que las cuidan. Más de cincuenta son los cabreros que trabajan para mí. Y no son los únicos. Los esclavos que cultivan mis tierras y sirven en mis casas son incontables. Estas son las numerosas riquezas que legaré a mis descendientes.
Aún recuerdo cómo comenzó todo:
Era un día como todos, sin nada que presagiase que se iba a convertir en especial. Estaba tumbado perezosamente a la orilla del río. La excusa era la pesca, pero en realidad no tenía aliciente alguno para ella. Contemplaba las numerosas mariposas que cruzaban admirándome de sus inimitables colores y dibujos. A mi lado, un pequeño tejón cavaba su madriguera afanosamente como si le fuese la vida en ello. No me sentía especialmente feliz, pero si alguien me hubiera preguntado hubiera tenido que reconocer que sí, que no deseaba nada, estaba satisfecho de como me iba.
Me incorporé. Decidí dar a los peces algún día más de vida. Emprendí una caminata sin rumbo, jugueteando con una caña que había arrancado en la orilla. Me interné en un bosquecillo de acacias y allí escuché unos ruidos inhabituales. Despierta mi curiosidad, me acerqué con sigilo. En un penumbroso claro, distinguí un hombre ─debía ser un hombre─ encima de una mujer; al acostumbrar la vista a la semioscuridad, reconocí a mi mujer. La mía con un hombre!. Me sentí enfermo, mareado, sucesivos escalofríos recorrieron mi cuerpo al tiempo que un sudor brotaba y me cubría de inmediato. No sé lo que hice, cómo me fui de allí. Recuerdo entre brumas un vagar inconsciente, frenético, errabundo que dura minutos u horas mientras mi corazón latía desaforado. Sorprendido comprobé que el vagabundeo me había llevado a la puerta de nuestro hogar. Lo más acertado sería creer que el subconsciente trabajó en aquel resultado, no fue simple casualidad. Entré en la cueva que nos servía de vivienda. Miraba sin ver, y lo único que vi sin mirar fue la quijada de asno que usábamos para partir los cocos y otros frutos de corteza dura que comíamos. Una terrible idea me inundó mientras la asía y blandía con furia, pero comprendí que no sería capaz y la dejé de nuevo sobre la una repisa.
Abandoné entristecido la que había sido nuestra casa de dicha, dirigiéndome al claro central del bosque. Ya había tomado una decisión.
El claro estaba tranquilo y solitario. En el centro, un árbol. Fue bajo sus ramas donde grité llamándolo.
No tuve que esperar mucho. Apareció lento y callado, pero comprendí que sabía a la perfección a qué se debía mi inusual llamada. No perdí el tiempo en inútiles preámbulos, y le dije todo aquello que me abrasaba: tú lo has preparado todo. Sabias lo que iba a ocurrir, esta es la idea que tienes de una prueba, o es una muestra de tu sentido del humor? Tú has traído a ese hombre, la culpa de todo es tuya... Hable mucho más, pero todo fue repetirme y girar sobre los mismos argumentos. Terminé: pero se acabó, conmigo no juegas más. Me voy de estas tierras, no quiero saber nada contigo. Y sin esperar respuesta giré y me dirigí sin volverme hacia donde sabía que se encontraba la salida. No me arrepiento de haberlo hecho.
Esta es someramente la verdadera historia de porque abandoné el Paraíso.
Adán