¿Quién eres tú?

 

Una de las experiencias más perturbadoras que puede vivir un ser humano es la de contemplarse tal como le ven los demás. El traumático choque le dejará una huella profunda que le durará por lo menos hasta la semana próxima. Porque aunque parezca imposible, los demás tiene una idea muy equivocada de nosotros Es natural, que al ser personas de tan escasa capacidad no sepan vernos realmente con todos nuestras virtudes y en todo nuestro esplendor. Es por tanto natural que sus limitaciones les impidan formarse la opinión favorable que nos merecemos.

Podemos de una manera sencilla poner en práctica un experimento que nos permitirá comprobar de una manera fehaciente esta verdad universal. Tenemos que salir por la ventana que encontremos más cercana a donde nos hallemos ─dentro de nuestro domicilio, por supuesto─ dejando, eso sí, nuestro cuerpo dentro. Para ello tendremos que dividirnos en dos, como si fuéramos una ameba, lo cual, después de unos cuantos intentos, resulta sencillísimo.

Una vez en el exterior, colocados cuidadosamente en algún reborde donde podamos sostenernos. Miraremos al interior de la habitación que acabamos de abandonar. En medio de ella, con faz atónita, nos encontramos nosotros pensando en lo que acaba de ocurrir. Contemplemos como nos pasamos la mano por la cabeza, intentando comprender y asimilar el extraño sucedido. Al poco, con la mueca bovina de quien despierta de un sueño, nos pasaremos la mano por el pelo y agitando la cabeza para aclararla apartando los pensamientos absurdos, nos acercaremos al sillón predilecto donde aposentaremos el trasero fijando la atención el los apasionantes programas televisivos.

Admiremos las diversas expresiones que recorren nuestro rostro según avanzan las peripecias de la serie o película que estamos presenciando. Dejémonos unos momentos y miremos la habitación que acabamos de abandonar. La visión desde el exterior nos permitirá una perspectiva diferente y como diría, incluso embriagadora. Nos parecerá otra habitación, no aquella en la que transcurre un quinto de nuestra vida. Contemplaremos con desagrado a ese desaprensivo que coloca con descaro los pies encima de la mesilla sin preocuparse del daño que le pueda causar. Asombrados, cuando se vuelve, nos parece conocerlo, hasta que caemos en cuenta que es el señor ese que vemos todas las mañanas en el espejo al afeitarnos. Queremos gritarle, pero el cristal de la ventana impide que el sonido le llegue. Pensamos ajustar las cuentas con él más tarde, decirle algo sobre modales, educación y respeto por los muebles ajenos. Parece que la habitación está algo oscura, tétrica incluso. Es evidente que está reclamando una pintura con el mismo fervor que un concejal una comisión. Hagamos el propósito de encargarnos de ello cualquier fin de semana cercano; porque nosotros somos habilidosos, como no, el pintar una cuartito no debe presentar ningún problema para nuestras facultades. Claro que la mujer refunfuñará, ya se sabe que la falta de fe de las mujeres en sus maridos es endémica, genética diríamos, se remonta a los tiempos en que los maridos se iban cada dos por tres a una cruzada y a saber donde se metían ese montón de años que estaban ausentes, durante los cuales no tenían ni la delicadeza de llamar por teléfono alguna vez que otra. La verdad es que hubo algunos abusos. Maridos había que se iban a comprar tabaco y volvían ocho años después apestando a vino y perfume, ¡cinco siglos antes de que se descubriese América!

Bueno, estabas contemplando el proyecto de pintar la salita. Quizá también el pasillo, ¡no, eso ya sería demasiado! El pasillo lo dejarás para el año que viene.

Vaya, nos hemos dormido frente a la televisión. Aprovechemos para contemplar la expresión que adoptamos durante el sueño. Desde luego no nos favorece mucho, perdemos la viveza inteligente que nos caracteriza. Decidimos que debemos evitar dormir en público. Se resentiría nuestra imagen de hombre probo, sensato, intelectual.

Aprovechemos que estamos fuera para seguir curioseando por el resto de la casa. Con cuidado, avanzamos hacia la próxima ventana, la de nuestra habitación. Ahí está nuestra parienta ¡trajinando con el butanero! Calma, calma. Esto es lo que se llama intercambio de mercancías, lo que el hombre ha practicado durante siglos hasta que llegó la acumulación del capital y se inventó un producto artificial al que se dotó de un valor ficticio para facilitar la posesión de la fortuna: el dinero. Sí, hombre, sí, durante miles de siglos el hombre intercambiaba productos y vivía tan ricamente, sin preocupaciones, hipotecas ni zarabandas de esas Ya verás tú como producto de ese intercambio, este mes los gastos en butano habrán descendido de una manera considerable. Y si además tienes cocina y calefacción eléctrica, más a mi favor, la factura de butano ni la notarás. Sigue avanzando por la estrecha cornisa, pues no está bien estar fisgando a los demás cuando están a sus cosas, aunque sea la esposa de uno. Llegas a la ventana siguiente, la habitación del chico, en el preciso momento en que este, impetuoso, abre los batientes dejando entrar la luz y el aire renovador, con la consecuencia que tú pierdes el apoyo y te desplomas al vacío.

Ahora tienes dos posibilidades. Si vives en un primero, nada, una pierna rota como mucho, aunque tendrás que afinar mucho la imaginación para explicar a la parentela que hacías tú revoloteando por las cornisas del edificio. Si vives en un sexto, puedes aprovechar el viaje para echar un vistazo a la vecina del cuarto que suele ir ligerita de ropa por la casa y así te llevas un recuerdo agradable antes del tortazo contra el cemento.

Lo que decía al principio, el contemplarse desde el exterior, es un choque traumático.